Entre el ombligo y el pecho

>> 1 oct 2011

Hay días en que me llevo divino con mi soledad.
Salimos, nos vamos de compras (no, shopping no, librería, a lo sumo disquería), a veces nos vamos a escuchar musiquita por ahí, otras a tomar un café con un buen libro y el ipod cargado de jazz (o de cristian castro, sí, soy extremista, y qué?). Me junto con amigas, las viejas y las nuevas, nos reímos mucho, jugamos, cantamos, leemos. Hablamos. Mucho. Mi hermana me llama siempre para decirme que me espera con comida rica, mi mamá para invitarme al bingo, mi hermano para decirme "hola pu" y eso sólo es lindo y me llena el corazón de frutillas con crema.
Hay días en que me encanta estar sola porque llego tarde a mi casa y no hay nadie que me pregunte por qué y si no tengo ganas de almorzar no almuerzo y listo y si quiero leer en la cama todo el día, lo hago.
Y la paso muy bien, tengo que decirlo. Tan bien la paso que siento que aquello por lo que cambie mi soledad tiene que ser muy bueno, realmente bueno. O no vale la pena.
Decía: hay días en que me llevo divino con mi soledad, pero ayer..., ayer salí tan contenta de mi clase, tan con pilas, tan con ganas de contarle a alguien lo lindo que había sido y lo nuevo que aprendí. No a alguien amigo, a alguien más cercano, más cerca de acá, este lugar entre el ombligo y el pecho, como diría Don Pablo, alguien que estuviera esperándome para cenar, por ejemplo, alguien que me habitara y a quien yo habitara, alguien que estuviera esperándome.
Y por primera vez en este tiempo en que mi soledad y yo hicimos las paces, me pesó.
Duró un ratito nomás igual. Me prendí un pucho y salí caminando hacia Rivadavia a tomarme el subte, caminé mi ex barrio unas cuadras, lo extrañé, me despedí de él y me fui.
No sin antes comprarme un chocolate que cura los dolorcitos de alma como nada.

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