Closet invisible

>> 18 jun 2013

... o de cómo salí de closet con mamá.

En realidad, hablar de "salir de closet" implicaría admitir que alguna vez estuve dentro, algo que no es cierto. No conozco el interior del closet, nunca estuve ahí y, quizás por eso, suelo no entender por qué tanto quilombo con decir "mamá, papá, amigos, hermanos, soy torta".
Rubenito dice que soy rara, que todos los homosexuales que él conoce tuvieron conflictos al reconocerse ante el resto menos yo. Él dice que yo me desperté un día, dije "uy, me gustan las mujeres" y pinté con aerosol la puerta de mi casa con la frase "soy torta". Que eso es lo que me hace rara. Yo le digo que en realidad no es rareza, sino desinterés por la opinión del resto.
En mi experiencia no hubo closet alguno. Un día me desperté y me dije "me gustan las mujeres". Claro que, en realidad, ese día dije "me gusta María", lugar común si los hay, no era que me gustaban todas las mujeres, no, señora, era que me gustaba ella nomás. El día que pude decirme que me gustaba una tuve que admitir que podían gustarme otras, aunque en ese momento no lo pudiera ni pensar. Yo estaba en cuasi feliz convivencia con un señor desde hacía algo así como cinco años y, bueno, como es obvio, me separé del señor en cuestión.
Pero para mí era un acontecimiento tan feliz haberme dado cuenta, que salí a decirlo como si me hubiera ganado el loto. Iba yo con mi cara de feliz cumpleaños diciendo "¡y no sabés lo que acabo de descubrir! ¡me gustan las mujeres!". Claro, como podrán imaginar, del otro lado las caras no eran de felicidad, pero siempre me chupó una fábrica de huevos lo que opinara el mundo así que no me hizo mella. En un punto no entendía las caras de desconcierto (y, a veces, de franco desagrado) del resto: si yo estaba tan feliz, ¿por qué no podían ver eso los demás?
Por otro lado, nunca tuve una relación cercana con mi madre así que no consideré avisarle ni que me había separado (se enteró al mes de que ya no conviviera con el señor en cuestión) ni las razones por las que lo había hecho. Pero resulta que un día me enfermé. Y, cuando fui al médico, el tipo no tuvo mejor idea que largarme que podía ser un tumor cancerígeno lo que tenía, con lo que me cagué toda. Yo tenía, en esa época, algo así como 22 o 23 años. Era un abseso en el canal urinario, María, que era cirujana cardiovascular (y, espero, lo sea aún, no sea cosa que la haya palmado), casi mata al médico en cuestión y me tranquilizó diciendo que era una pavada, que no me asuste. Pero la cosa era que yo estaba yendo al médico y mi madre insistió en acompañarme llevando a mi hermanito, que tendría unos dos o tres años, a cuestas.
Yo le había explicado que no se viniera a capital al pedo porque yo, ni bien salía del médico, me iba a casa de María, pero ella, tozuda como es, dijo que no importa, que iba igual.
Y ahí estábamos en la clínica los tres (Franco, mamá y yo). Salí de la consulta y madre me preguntó cómo había sido todo.
- Bien -le dije-, no te preocupes, es una pavada.
- El médico dijo que podía ser grave.
- El médico es un pelotudo, madre. María me dijo que no pasa nada.
- Pero, ¿María te revisó?
- ¡Claro!
Me miró y no dijo nada. Salimos y quiso ir a tomar un café. Le dije que no, que ya le había dicho que ni bien salía me iba a la casa de María. Franco estaba inquieto, corría, jugaba. Los acompañé a la estación del tren y Franco pregunta:
- ¿A dónde va Gabi?
- A la casa de la novia -dijo madre.
- Efectivamente -respondí.
Y así fue como madre se enteró.

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