Erráticamente

>> 16 may 2012

A veces (sólo a veces) me levanto odiando al mundo.
Me enervan las madres que creen que porque llevan a un infante en carrito pueden atropellarte o, peor, las que, al esperar su turno para cruzar la calle, esperan pacientemente paraditas en la seguridad de la vereda mientras el carrito con su vástago permanece en la calle por delante de ellas (a no ser que el carrito en cuestión tenga una barrera invisible que proteja al niño, en cuyo caso no me molestan para nada).
Me exasperan los grupos de adolescente/administrativas/vecinas varias que se juntan a charlar en una vereda de 50 cm de ancho y que dificultan mi paso. O las señoras que van muy len-ta-men-te por delante mío en las mismas veredas cuando yo voy apurada. Incluso a veces creo que se complotan para salir e interrumpir mi camino porque no es posible que todas me toquen a mí.
Me sacan de quicio los empleados públicos que vienen en malón a cortar el pasto de una plaza y termino viendo a once personas en alegre montón vestidas de algún color fosforescente donde uno debe ser el gerente general de los señores cortadores de pasto, otro el supervisor en jefe, otro el ingeniero agrónomo que mide cada ramita y saca cuentas para andá a saber qué cosa, otro el consultor asociado, otro el supervisor junior, otro el jefe de mantenimiento (porque lleva las herramientas -de a una-), otro el ayudante del gerente general, otro el vocero del sindicato de los señores cortadores de pasto, dos guardaespaldas y finalmente uno que corta el pasto con mucha parsimonia.
Me hacen querer arrancarme los oídos con una cucharita de helado los que escuchan música desde el celular y sin auriculares. Y no importa qué tipo de música sea, no discrimino, los odio a todos por igual.
Quisiera hacerles una lobotomía con dos cables pelados a los señores que me atienden en el 0800-quéjese- porque-no-tiene-internet de la compañía que contraté porque cada vez que me dejan sin señal además me dejan sin paciencia.
Los taxistas que hablan demasiado, los vendedores que te persiguen por todo el local preguntándote si necesitás algo, las cajeras del supermercado que jamás tienen monedas para darte el cambio, pero sí un stock importante de caramelos para compensar su falta, los choferes de colectivos que se enojan porque un señor de cuatro mil años tocó más de dos veces el timbre, los niños que cagan a patadas el respaldo de mi asiento en el colectivo, los hijos de puta que llevan a su perro tirando de la correa como si fuera un autito, la señora que le gritó ayer a su hija de unos cinco años "apurate conchuda de mierda" mientras la nena la seguía llorando y a muchos más. A toda esa gente: mi más profundo desprecio.

A veces, sólo a veces que conste, me levanto odiando al mundo. Me dura un rato, después se me pasa...

...y se me pasa cuando sucede algo lindo. Y últimamente me suceden muchas cosas lindas así que no tengo mucho tiempo de andar odiando a nadie (excepto a la señora de ayer y al chofer del colectivo). Es más, le vengo sonriendo hasta a los árboles y me siento un poco boba, entonces me hace bien recordar qué cosas son las que odio u odiaba para no sentirme tan extraña en mi propio cuerpo, a ver si todavía es cierta la teoría de la abducción de los extraterrestre y resulta que mi yo verdadero está en alguna nave a millones de años de luz de distancia sirviendo para andá a saber qué (para nada, probablemente) experimentos alienigenas y esta que escribe no es más que una replica que me suplanta y que por las noches come cucarachas y ratones y se convierte en un bicho parecido al murciélago o en...

... mariposas de colores.

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