Promesas

>> 21 jun 2011

A veces me parece que hay promesas que se hicieron para, luego, romper. Mal que nos pese.
La más famosa de ellas es "hasta que la muerte nos separe". Ok, está caduca, pero sigue siendo la más famosa. La realidad nos marca que suele ser "hasta que la vida nos separe" y todos sabemos que la vida es muy puta y que le encanta andar jodiendo por ahí. Otra muy famosa es "quiero pasar el resto de mi vida con vos", que, en realidad, es una paráfrasis de la anterior.
Prometemos una y otra vez esas cosas porque no nos queda otra que apostar nuevamente, incluso después de un gran naufragio donde el Titanic queda hecho un barquito cachuzo hecho con la cáscara de una nuez, incluso después de más de un naufragio de esos. Y volvemos a prometer lo que, en el fondo [o bien adelante], sabemos mentira. Una mentira más grande que una casa, que todas las casas del partido de Tres de Febrero juntas... ¿y por qué, me pregunto? ¿Por qué ese afán de jurarse amor eterno cuando la matemática nos dice que la probabilidad es una en un número grandote lleno de ceros?
Unas cuantas respuestas se me vienen a la cabeza. Una de ellas es: porque una es flor de susanita y necesita andar planeando vidas compartidas, la casa, el auto, las perras y los hijos [y cuando digo 'una' quiero decir 'yo']. Otra vez, digo. La idea del amor monógamo y capitalista, diría alguien que conozco. Otra respuesta es que funciona como mecanismo de defensa ante lo que, en el fondo [o bien adelante], una sabe. Y lo sabe por años vividos nomás. ¿Y qué sabe? Que las parejas no son eternas, por mucho que Abel Santa Cruz nos haya dicho que sí, que se terminan como todo y que lo más que podemos hacer es posponer lo más posible ese final.
En el fondo [o bien adelante] también, en algún lado queremos creer que sí, que se puede, que esto que sentimos ahora es distinto a todo, que en esta oportunidad vale el "for ever and ever" y que los años nos van a sorprender al lado de la misma persona [y, no sé ustedes, pero yo no quiero que los años me "sorprendan", como si yo no tuviera nada que ver ahí y un día zaz!]. Y lo peor [o lo mejor] no es que creemos lo que queremos, sino más bien que lo creemos en serio y de ahí nacen las promesas de las que hablaba más arriba. Promesas, por otro lado, en las que creo cada vez que las pronuncio y cada vez que las escucho, un poco menos con los años, es cierto.
Hay días en que no entiendo nada. Días en que me resulta de lo más difícil prometer esas cosas porque siento que no creo en ellas y días en los que me resulta de lo más natural decirlas porque ¿de qué otra manera podría ser? ¿de qué otra manera podríamos estar sino juntas, si el mundo se complotó para juntarnos? [ah, sí, me pongo mística a veces]. Días en los que creo que, efectivamente, hay promesas hechas desde el inicio para romperse; y días en los que apuesto a mantenerlas, en los que creo en ellas y las hago carne.
Hay días, como decía, en que no entiendo nada. Sin embargo, a medida que me pongo mayor [jeje] voy dándome cuenta de la liviandad con que se usan muchas de esas promesas, del poco peso que se pone en las palabras y de lo poco que se sostienen luego [acá parece que hablo de otra gente y en realidad hablo también de mí, que quede clarito].
Alguien a quien amé profundamente me dio el golpazo más grande de mi vida el día que me dijo "nadie habla como vos, Gabriela, escucharte a vos es enamorarse, a todas nos gustan las cosas que vos decís y vos las decís porque sabés que gustan, pero nadie tampoco sostiene tan poco de lo que dice, no me digas más que me amás, hacelo". De piedra me quedé. Me enojé mucho, claro, pero la señorita en cuestión tenía tanta razón que no había manera de refutarla, aunque ese día haya hablado desde el enojo lo cierto era que yo, efectivamente, no había sostenido mis palabras de amor con mis actos tan poco amorosos.
Pero, ven? para describir a ese alguien de más arriba dije "a quien amé profundamente"..., si miro para atrás sé que es cierto, sé que la amé profundamente, pero también sé que muchas otras veces también dije amar profundamente y, a la distancia, dudo. No siempre que dije "te amo" amé, me enamoré, sí, o 'apasioné' -como le gusta decir a mi psi-, sin embargo dije las dos palabras famosas sin asomo de vergüenza. Y no está bien porque termina siendo Peter and the Wolf.
Ahora despotrico contra las promesas hechas livianamente porque fue a mi a quien se las hicieron y porque esta vez fui yo quien las sostuvo, pero lo cierto es que yo también he estado en ese lugar alguna vez y prometí lo que, sabía, no iba a cumplir. ¿Y entonces? Y entonces ajo y agua. A dejar de mirar la paja en el ojo ajeno y empezar a mirar la propia
Entonces no es que haya promesas que se hagan para romperse [sí, me llevo bien con mis contradicciones] sino que hay promesas que se hacen livianamente, y no hablo sólo de las bobas promesas del "hasta que la muerte nos separe", sino de las otras, de las cotidianas, de las de todos los días. Y, duplico, ni siquiera hablo de promesas, sino de esas cosas que se dicen diariamente, de todos los "te amo" con infinidad de dudas carcomiéndonos, de todos los "soy feliz" con asomo de infelicidad por todos lados. Ni hablar de las sexuales, esas, de cajón, son mentira (amigo/a el que te diga que con vos tuvo el mejor sexo de su vida, miente, lisa y llanamente, esa es una verdad universal). Me pregunto con qué objeto y me lo pregunto en serio, me lo pregunto a mí misma porque soy la única que puede dar una respuesta [del resto se encargará su análisis]. ¿Para qué decir "te amo" sin sentirlo? ¿Para convencernos? Una mierda, que se sepa. O dos. O mil. Toneladas.
Sigo pensando, como decía más arriba: hay días en que no entiendo nada, días en que me contradigo, días en que escribo mientras pienso y luego retrocedo y cambio y así... Días como hoy.

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¿Afortunada?

Pantalla del juego Cleopatra
El viernes, después de mi segunda sesión de terapia semanal, me fui al Bingo de San Miguel. Yo no juego al bingo porque me empelota como pocas cosas, pero sí juego a las maquinitas.
Estaba medio triste, di vueltas un rato esperando a mi madre que me había citado ahí y que, a propósito, nunca llegó, y me senté en una a ver qué onda. Perdí cien pesos. Me levanté, fumé un cigarrillo, llamé a mi madre para ver si se había muerto en el camino, y volví a sentarme en otra.
Cuando llevaba mil doscientos pesos ganados, tenía gente alrededor mirando y, mientras fumaba mi vigesimocuarto cigarrillo, tenía mi mejor cara de póker, en lo único que pensaba era:
- Y... afortunada en el juego...

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