Apología

>> 15 jul 2011

Leo poesía (ah, sí, soy un poco rarita). En el medio me gusta y me gusta mucho. Escribo a veces también (ah, sí, soy muy rarita) quizás no como antaño donde creía que la literatura, y sobre todo la poesía, salvaba al mundo de ese estado de frialdad y descompromiso (¿inventé una palabra?). Y recito lindo, o eso dicen (confirmado, soy muy muy rarita, pueden dejar de leer ahora y empezar a borrar el historial), básicamente porque durante algún tiempo recité en un barcito y entonces me quedó la costumbre.
Y la leo en voz alta. Incluso aunque esté sola. Peor, cuando tengo un libro de poemas en mis manos lo escribo todo como para dejar claro donde van las pausas al recitar. Mi biblioteca de poesía es prolífica, eso me hace feliz.
Alguien me dijo que servía para levantarme minas... Los voy a sacar de un error: la poesía no sirve para levantarse minas, a mí me ha servido, pero en general no sirve, últimamente las minas no leen poesía, qué digo las minas, nadie lee poesía, es un género bastardeado, y una va por la vida explicando que Salinas es un tipo que escribe lindo (y lo tiene que decir así, no vaya a ponerle el rótulo de pueta que salen corriendo). No, leer poesía te hace un poquito más interesante nomás. Apenas. Casi que ni se nota. Pero si la lees con placer, con sincero placer, descubrís un mundo nuevo, un lugar donde la suma de palabras forman algo más que un verso perfecto y entonces sí llega el estremecimiento físico, la emoción, la sensibilidad de la que todos -y yo más que nadie- renegamos. Y está bueno, realmente está bueno dejarse llevar/emocionar al leer "amor, cuando te digan que te olvidé, y aún cuando sea yo quien lo diga, cuando yo te lo diga no me creas ¿quién y cómo podrían cortarte de mi pecho?" (lo escribí de memoria, así que puede que le pifie en algún lado).
Cada tanto me reencuentro con don Pedro (Salinas, la mejor poesía de amor jamás escrita, que se sepa) o Juarroz o Alfonsina o Urondo o, incluso, ese tan manoseado de Neruda o ese otro que rima tanto que parece verso de chocolate felfort (Buesa). Me reencuentro con ellos después de una temporada de leer absoluto ensayo político-histórico y de repente la luz cambia, el mundo se renueva y vuelvo a creer.
Eso pasa. Cada vez que leo poesía vuelvo a creer.
¿O me estaré poniendo vieja?



Para los que son tan raritos como yo, de vez en cuando péguense una vuelta por éste, mi otro blog, y, si tienen ganas, manden sus favoritos para que los incluya.

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Diálogo

- ¿Y ahora qué? - dice mi otro yo desde el sillón del living de la casa de mi memoria.
La casa de mi memoria empezó a construirse hace muchos años. Es el lugar en el que me encierro si tengo miedo o estoy muy enojada o, simplemente, cuando tengo ganas. En esta casa puedo charlar con gente que ya no está: a mi padre lo encuentro siempre leyendo una revista Nippur en uno de los cuartos, sólo tengo que llamar a la puerta para verlo, mi hijo juega siempre en el jardín y se quedó anclado en los ocho, que es una edad maravillosa por otro lado. En esta casa, que se va pareciendo cada día más a la casa Wesley sobre todo en la locura con que se disponen algunos cuartos, puedo reencontrarme conmigo misma en cualquier momento del pasado y revisar los porqués de algunas cosas. Este es un lugar en donde no tengo miedo porque nadie además de mí y de quien yo elija puede entrar. Puedo caminar a oscuras, dejar las ventanas abiertas en medio de la noche y poner la música que me gusta a todo volumen. Cuando leo, cuando estoy muy concentrada leyendo, por ejemplo, es casi seguro que estoy hecha un revuelto tapada con mi mantita verde leyendo en ese living en el que estamos ahora mi yo de veinte años y mi yo actual.
- ¿Y ahora qué? - repite mi yo de veinte.
- No tengo idea, supongo que aprender - respondo sirviéndome un mate amargo que no le convido porque a mi yo de veinte sólo le gusta el mate dulce y con café.
- ¿Y esta era la manera de aprender?
- Evidentemente es la única con la que aprendo.
No me dice nada, pero me mira con esa cara que ponía yo a los veinte y que es de puro escepticismo. Me mira desde la soberbia de los veinte, desde el lugar de saberlo todo (o creer que lo sabe todo). Me tira una de esas miradas a la cara y se levanta.
- ¿A dónde vas?
- A hacer lo que vos no te animás.

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