Eso

>> 30 jul 2010

Me dormí hoy y llegué casi a las diez de la mañana a mi trabajo.
Eso no es noticia, pero mientras venía viajando en todos los medios del transporte público posibles el clima lluvioso propiciaba dejar volar la memoria y pensar en cualquier cosa. 
Suele pasar. Me suele pasar.
Y mientras viajaba pensaba en los miedos.
No en todos los miedos, sino en los miedos que se tienen cuando una es una nena de seis o siete u ocho años (juaz! te hice propaganda y todo).
Mi infancia fue especialmente de mierda, una historia de abusos y del peor de los maltratos -que es la indiferencia- que no tiene sentido contar acá, sin embargo recuerdo momentos felices, los chicos tienen esa capacidad de escaparse de la realidad y crear la propia. La mía estaba plagada de libros, lecturas que posiblemente no fueran para alguien de mi edad, pero que, amén a la poca pelota que me daban, nadie controlaba; llena de amigos, de la familia ampliada, de jugar a las escondidas a las doce de la noche, de charlar en el palier de casa hasta cualquier hora. No había límites de horarios, comía cuando tenía hambre -y siempre y cuando encontrara algo lo bastante fácil para cocinarme a esa edad- y dormía cuando tenía sueño.
Decía: recuerdo momentos felices. Y recuerdo los miedos.
No tenía miedo de morirme ni de los fantasmas ni de los zombies de las películas ni de extraterrestres que vinieran a abducirme y experimentar conmigo ni de vampiros ni nada de eso. Mis miedos eran menos tangibles, le tenía un miedo atroz a algo que no podía nombrar, que no podía clasificar, que era la contradicción en sí mismo. Un algo (¿o un alguien?) que era inmenso, tan grande que lo abarcaba todo y a  la vez tan pequeño que entraba en la palma de mi mano, que era limpio, impoluto, y a la vez sucio, con esa suciedad de mucho tiempo, de desidia, que era suave como el terciopelo y áspero como lija, que me provocaba todo el asco posible pero a la vez un deseo irrefrenable de mirar, oler, tocar, sentir. Ese era mi miedo más grande. Y cuando en medio de la noche me levantaba al baño o cuando la casa estaba sola y a oscuras -la mayor parte del tiempo- me aterraba la idea de que ese algo (¿alguien?) me esperara en rincones oscuros, a la vuelta de la puerta, detrás del aparador, debajo de la cama, en el patio al que daba la ventana de mi habitación...
Ese miedo me paralizaba, me perseguía en las noches, en los sueños y, luego, en la vigilia. Había momentos en que esa imágen me asaltaba en medio del recreo o de la clase de matemática o de las ensoñaciones en las que me refugiaba a menudo. Esa imágen me causaba tanto asco que tenía arcadas, pero a la vez no podía evitarla. Me tomaba de imprevisto, no me daba respiro, interrumpía mis momentos de escape, como si no lo quisiera, como si no me fueran permitidos, como si siempre tuviera que estar atenta, mirando a los costados... Atenta al peligro; sin dormirme porque no me lo podía permitir, porque eso podía aparecer en cualquier momento y tenía que estar atenta, lista para saltar, para correr, para escapar de algo que no tenía escape posible.
Esa imágen todavía, ya no con la frecuencia de la niñez, me visita cada tanto, sobre todo cuando me siento desprotegida o sola o angustiada. Ahora que soy adulta [ponele] no me gana, claro, pero todavía recuerdo los pasos presurosos hacia el baño y la total certeza de que antes de prender la luz ese algo iba a encontrarme por fin, ese algo que me buscaba me iba a encontrar y yo no iba a poder correr porque no existía un lugar seguro donde no me alcanzara.
Y algo de eso todavía me persigue, algo de buscar siempre las seguridades -que, claro, no existen-, de querer garantías para todo.
No sé.
Pura catarsis este texto.
Y puro miedo.

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Violencia Rivas



Me pasa algo loco con Violencia Rivas.
Por un lado me cago de risa, pero por otro... lo que dice tiene un costado tan cierto que fluctúo entre la risa y el ¡claro!

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