The Weight Of Us

>> 31 may 2012





Canción lacrimógena de la semana con Sanders Bohlke.

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Dos al hilo

Estoy caminando por un pueblo, las casas son todas iguales, es como el pueblo de la Iniciativa Dharma, deben ser las siete u ocho de la mañana, la mayoría todavía duerme. Pasa un avión cerca y volando bajo, vuela raro, vuela como volaría un helicóptero, está sobre unos cerros que hay en los límites del pueblo, suspendido en el aire. De repente se pone de costado y cae. Se escucha el estruendo, pero no hay explosión.
Entro a casa a buscar la cámara porque quiero ser la primera en llegar. Me acompañan dos o tres personas de la Iniciativa Dharma, el pueblo ya no es ese pueblo, ahora se parece mucho al de Silent Hill, pero sin el miedo.
Estas personas van por delante mío mientras yo me retraso buscando mi cámara. Llevan teas encendidas y bidones con gasolina. Cuando yo llego todo es humo, pero no hay cuerpos.
No quiero ver cuerpos, el avión está prácticamente intacto, le falta todo el techo, los asientos están en perfecto orden, pero no hay personas, ni muertas ni vivas, como si el avión hubiese llegado sin tripulantes.
Ya no es tan interesante para mí puesto que el objetivo de ser la primera en sacar fotos era venderlas al mejor postor y me digo que si no hay muertos, no hay noticia, pero hay algo que no deja de hacerme ruido. ¿Por qué llevaban teas la gente de mi pueblo? Yo no escuché explosión alguna, ni vi humo, ni nada, ¿por qué estaba todo quemado cuando llegué? Empiezo a sospechar un complot. Me despierto.

Estoy en algún pueblo de África haciendo trabajo voluntario cuidando bebés abandonados. Pero se ve que soy la inutilidad hecha mujer.
Una mujer, mi supervisora o alguien que sabe mucho, se acerca. Lleva un guardapolvo de médico, tiene más de 40 años y el pelo a lo He-Man tirando a colorado. Esta mujer, que se llama Sara, me dice que estoy levantando mal a un bebé que tengo en brazos. Me dice que, culturalmente, ahí se tiene que hacer de otra forma, que se sienten más seguros si los envolvés apretaditos y los cargás con una especie de manta atada a mis hombros. Me explica cómo es, envuelve al bebé negrito, enfermo y débil, y me dice que es mi responsabilidad que viva hasta mañana. Eso es terrible porque el bebé está muy mal, la piel se le cae a jirones y queda en carne viva.
Tomo sus palabras como una sentencia y ahí voy con mi negrito a cuestas. Tengo puesta una pollera larga hecha con retazos de jeans de diferentes colores, una blusa blanca medio hippie y un montón de pulseras en las manos y en los pies descalzos.
Hago cosas siempre con mi negrito a cuestas, a veces paro para alimentarlo, y vuelvo a hacer cosas. Cuando cae el sol, me siento en el suelo cansada y recuesto la espalda contra un montón de madera atada, aflojo un poco al negrito, lo tengo apoyado sobre una pierna, boca abajo, el se mueve un poco hasta pararse entre mis dos piernas abiertas y se hace pis. Yo veo que se está haciendo pis sobre mi pollera y no me importa una mierda porque estoy tan cansada, tan sucia y es tan bueno que él se haya movido solo, que, en un punto, me pone feliz que me esté ensuciando toda. El líquido corre sobre mi pollera hasta el final y se pierde en el polvo del piso. El negrito se vuelve a acomodar en su lugar y se duerme.
Pasa un día. O dos. O mil, no lo sé.
La persona que me enseñó a cuidarlo vuelve y yo estoy toda sonrisas. Me pregunta cómo me fue y le digo "Mirá a mi negrito" y le señalo a un bebé rollizo que juega en una cama, puro ojos y puro dientes blanquísimos, y su piel, antes descascarada y arrugada, ahora suave y perfectamente negra.
Me despierto.

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