Tengo once años y estoy sentada en la escalera del fondo. La escalera comunica la casa en la que vivo con la de arriba donde vive el hermano de mi padre. El fondo es el patio de atrás, un patio mínimo sin nada, ni plantas, ni animales, ni nada: sólo la escalera está ahí. A ese patio da la ventana de mi habitación.
Tengo once años, es primavera y estoy triste. No sé bien por qué estoy triste, creo que las razones son tantas que se mezclan formando una sopa espesa. Estoy escribiendo en mi diario. Mi diario es un cuadernito Gloria de hojas lisas. Prefiero las hojas lisas porque puedo dibujar sin que los renglones estorben y, además, porque nunca necesité de renglones para escribir derechito. El cuaderno me lo compró papá.
Tengo once años, es primavera, estoy sentada en la escalera del fondo, triste y llorando. Pero no lloro como lloran los niños a esa edad, no me ahogo ni hago ruidos, simplemente las lágrimas corren desde mis ojos hasta el escalón en que apoyo los pies. No espero que nadie venga porque nadie viene nunca, el consuelo no es algo a lo que esté acostumbrada, tarde o temprano se me pasa, o me da hambre o ganas de ir al baño y me olvido de por qué estoy llorando. A veces no se me pasa, pero tengo que hacer la tarea y si lloro mojo las hojas y no queda prolijo. Ah, sí, soy una nena prolijita, obsesionada con la ortografía y la buena letra y los títulos subrayados y sobre el margen izquierdo. Tengo diez en todo, no puedo permitirme el fracaso.
Tengo once años, estoy sola y llorando en el fondo de mi casa. Escucho ruidos y siento venir a mi papá. Rápido me seco las lágrimas con la manga de la remera. No me gusta que mi papá me vea llorar porque se pone triste y entonces nos ponemos tristes los dos y sonamos. Me seco rápido, ensayo una sonrisa, doy vuelta la hoja y empiezo a dibujar un perrito. A mi papá le gusta cómo me salen los perritos, dice que los hago lindos. A veces me pide que le dibuje un gato, pero los gatos son más difíciles, todo curvas, bigotes, pelo y se mueven raro, nunca me salen lindos porque no puedo dibujar la manera en que se mueven, pero él dice que si practico mucho me van a salir cada vez mejor.
- ¿Qué estás haciendo? -me pregunta.
- Dibujando -contesto sin mirarlo.
No lo miro porque sé que se va a dar cuenta de que estuve llorando, entonces me hago la concentrada en el dibujo, pero no tengo ganas de dibujar y el perrito se va pareciendo cada vez más a un dinosaurio con espasmos.
Mi papá se sienta un par de escalones abajo con la espalda contra la pared para mirarme. Yo sigo dibujando sin prestarle atención. Tengo un master en hacerme la boluda.
- ¿Estás bien? -pregunta.
- Sí. ¿Vos?
- Estuviste llorando -no lo pregunta, lo afirma.
- No estuve llorando, me entró una basurita en el ojo y me rasqué para sacarla.
- ¿Por qué estabas llorando? -insiste como si no hubiera escuchado la mentira anterior.
- No estaba llorando.
- ¿Te enamoraste?
Ahí sí lo miro. Le levanto una ceja. Mi padre me pregunta a mis once si me enamoré.
- ¿Eh?
- ¿Estás triste porque te enamoraste?
- Nnnnoooo... -y lo miro con el ceño fruncido- No estoy triste, me entró una basurita te dije y ahora estoy dibujando un perrito que no me sale. ¿Tomamos unos mates?
- Dale, pongo la pava.
Se levanta y se va a la cocina. Yo me quedo un ratito más en la escalera. Respiro hondo un par de veces, abro grandes los ojos para que no se me escape ninguna lágrima más, cierro el cuaderno y guardo todo. El perrito quedó horrible.
Me acordé de esta anécdota de mi infancia hoy mientras viajaba a mi trabajo. No sé bien qué la trajo. Se ve que quería salir nomás.
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