Ella
>> 17 abr 2013
Ella era..., bueno, simplemente era "ella". Podría describirla en términos generales: "piel blanquísima, con pecas en la nariz y los hombros", "pelo castaño y con melena", "ojos verdes", "pestañas largas y arqueadas", "boca grande, generosa", pero la suma de sus descripciones dejarían escapar lo esencial de ella, la manera en que cerraba los ojos cuando cantaba, cómo levantaba las cejas en un gesto casi obsceno al escuchar atenta una música que le gustaba, la forma en que cortaba la comida y se la llevaba a la boca, el sonido espontáneo de su risa que sorprendía y contagiaba, la seriedad con que encaraba algunos temas de conversación aunque fueran triviales desde el principio al fin.
Tendrán que conformarse, entonces, con que me limite a decir que era encantadora, con todo lo que esa palabra encierra. Me gustaría describirla mejor, decir cómo era su cara y toda ella, pero no puedo. Si cierro los ojos no veo más que una foto, un pedacito de ella, una imagen de algún instante sin importancia, por ejemplo, cuando, sentada con una pierna debajo de sí, contaba con entusiasmo lo último que había leído.
Hay un conjunto incluido dentro del grupo "mujeres" que no debieran llamarse así, porque son algo más que mujeres. No es que sean simplemente lindas, no, no es la belleza un criterio determinante, sino que poseen un encanto que hace que se distingan, hay un algo de sexual en ellas, algo tácito y sensual en cada gesto, una las mira e inmediatamente piensa en la palabra lujuria, sí, pero también en la palabra ternura, en la palabra juego. Hay un algo infantil en ellas, algo que no puedo describir del todo. Y ella, ésta ella en particular, tenía todo eso.
Cuando la conocí comencé a planear las estrategias más hollywoodenses que se me hubieran ocurrido nunca para lograr que se diera cuenta de que existo, pero durante muchos días mis patéticos intentos fueron interrumpidos una y otra vez por pormenores estúpidos, sin embargo finalmente ocurrió.
Protagonista: yo misma. Momento: un tarde cualquiera. Lugar: un living. Decorado: un sofá venido a menos, una mesa, un par de sillas, algunos cuadros, una tele apagada, algunos libros. Ella tenía aquel día unos jeans ajustados, una musculosa blanca y sobre ella una remera de cuello amplio que, seguro, tenía algún estampado de flores o algo así, pero que no recuerdo porque lo único que veía eran sus ojos viéndome. A mí.
En un minuto de distracción de la charla trivial ella se precipitó, literalmente, en mis brazos. No me atreví a creer que aquello fuera el principio de algo que por fin se había hecho realidad para mí, tampoco me atreví a besarla. Acaricié apenas sus labios, pero ella, impaciente, apretó su boca sobre la mía. Yo era consciente, obviamente, de que ese beso no era más que un juego, una aventura, un simulacro de las películas románticas que, como ya dije alguna vez por acá, tanto mal nos han hecho, y como los límites de esos juegos no son claros, sentía un terror enorme de ir demasiado lejos y hacerla retroceder espantada. Sencillamente, no sabía qué hacer. Sin embargo ella, para mi delirante confusión, sí sabía. Se apartó para mirarme y vi que se había puesto colorada, el labio inferior le brillaba, yo sentía que estaba apunto de morir. Le aparté el pelo de la cara en un gesto, quizás, demasiado cercano y ella sonrió y volvió a besarme.
No los voy a aburrir con un informe detallado del sexo, baste decir que fue sorprendente en el sentido en que hasta ese momento ella no había tenido ninguna experiencia sexual con otra mujer, pero esas son cuestiones que no vienen al caso.
Nos enamoramos inmediatamente, de una manera frenética, impúdica, angustiada. Y desesperanzada también, hay que decirlo. He repetido hasta el cansancio que cuando amo, amo para siempre, pero no está de más aclarar que el término "para siempre" sólo se aplica a mi pasión, a su reflejo eterno en mí, a la que por aquel entonces podía tocar y oler, oír y ver, la de la voz estridente. Ella, esa, mía.
(Las explicaciones de este texto se encuentra en un comentario por pedido expreso del amigo Ger)