Cuando era chica éramos realmente pobres. Muy.
La ropa con la que me vestía, los juguetes con los que jugaba a veces, el delantal del colegio y hasta los útiles eran siempre cosas que alguien más había usado y que ya no quería.
No me importaba mucho, a decir verdad. Había cosas mucho más importantes en qué pensar. Vivía con mi papá, él trabajaba prácticamente todo el día y en el tiempo en el que no estaba se supone estaba al cuidado de su madre (es decir mi abuela, pero yo no le digo así). No éramos tan pobres como para que nos faltara qué comer, o eran las menos, pero no existía la más mínima posibilidad de tener cosas nuevas. Y como esa posibilidad no existía, aprendí a no desearlas.
Ahora las nenas se visten de princesas y hay todo un merchandising al respecto: vestidos, maquillaje, tiaras... En esa época jugábamos a la escondida hasta las diez de la noche o armábamos fuertes con los soldaditos de mi primo (que tenía millones) para después organizar una masacre con cañones de bolitas de papel o una ciudad con cajas vacías en la que los autitos paseaban por el caos de calles hasta que un monstruo enorme aparecía por un costado para romper todo. Las princesas no existían. No en mi mundo al menos. Disney era sólo una palabra más o menos rara.
Una vez mi papá estuvo trayendo (mi papá era albañil) durante seis días a la semana y por tres o cuatro semanas un bolso cargado de libros de la casa en donde trabajaba porque los dueños habían fallecido y sus hijos querían tirar todo. Ahí se armó mi primera biblioteca con más libros de los que podía leer. Y leí. Un montón. Nadie se ocupaba de seleccionar si eran lecturas adecuadas, así que leí de todo: Poe, Dickens, García Marquez, Neruda, Mark Twain y también mucha bazofia. Tenía siete años.
A una cuadra vivía mi familia materna: mi madrina y mi abuela. Ambas trabajaban como empleadas domésticas y siempre me traían juguetes lindos que los niños de esas casas donde trabajaban no querían: muñecas con vestidos largos y llenos de puntillas. Esas muñecas no existen más, ahora todo son barbies o bebés, es decir: o mujeres adultas o bebés, pero en esa época las muñecas eran nenas (me siguen gustando ese tipo de muñecas todavía). Yo no jugaba con ellas, las tenía casi como adorno en mi cama, siempre estaban sentadas contra la almohada y para dormir las sacaba y las apoyaba en una mesita que tenía, me gustaban porque eran lindas, porque usaban ropa linda y estaban siempre sonrientes.
Más arriba dije que había aprendido a no desear cosas nuevas. Es mentira. Mi más grande ambición era tener un bebote de esos que mostraban en la tele. Esos que tenían una cabeza enorme y eran peladitos, algunos venían con un chupete, otros con su moisés, todos con pañal y ropita.
Yo sabía que nunca, nunca, nunca iba a tener uno y entonces no lo pedía, pero lo deseaba mucho. Tenía unas amigas a la vuelta de casa que tenían dos y siempre iba a jugar a su casa para poder agarrarlos a upa y cambiarles la ropa (es increíble lo condicionadas a ser madres que estábamos, jajaja!).
El punto es que leyendo el otro día un
post de Flor me acordé de esto:
Un día falté al colegio no me acuerdo por qué, estaba jugando en la vereda de mi casa y de pronto veo a mi abuela (la que vivía a una cuadra) caminar con un paquete enorme hacia la esquina y la saludo agitando la mano: no me ve, sigue de largo y desaparece por la esquina. Seguí jugando un rato más, no me acuerdo a qué, pero creo que estaba armando unas cuevitas para las hormigas o algo así. Al ratito aparece mi abuela con ese paquete enorme y corrí a abrazarla (amé a mi abuela más allá de lo decible). Me cuenta que fue a mi colegio para verme y que se asustó cuando le dijeron que no había ido (ja! no faltaba nunca).
- Te traje esto -me dice y me entrega el enorme, enorme paquete que apenas me cabía en los brazos.
- ¿Para mí? Pero no es mi cumpleaños...
- No importa. Dale, abrilo.
Estábamos las dos en la vereda de mi casa, tenía ese paquete enorme envuelto en un papel celeste y con un moño grandote. Era un regalo para mí y yo no sabía si llorar o reír (ah, sí, la mariconez me viene de pequeña).
Lo abrí con mucho cuidado (nunca rompía los papeles de regalo porque siempre servían para algo después): había un bebote como los de la tele, con chupete, moisés, mamadera y ropita. Nuevo. Impecable. Para mí.
No me salían las palabras. Me lo quedé mirando sin saber qué decir, no lo podía creer.
- ¿Te gusta?
- Pero abue..., es muy caro... -no quería decirle eso, quería quedarme con él, era mi sueño más grande, pero me sentía casi en la obligación de advertirle que era mucho.
- No importa. ¿Cómo le vas a poner?
Lo miré. Era mío y era hermoso.
- Martín.
- Bueno, entonces Martín y vos pueden venir a la tarde a tomar la leche y te enseño a tejerle ropita, ¿querés?
Martín estuvo conmigo durante mucho tiempo. Mucho, más de diez años. Hasta que mi hermano lo suicidó tirándolo a la chimenea un día (para ese entonces Martín había pasado a ser propiedad de mi hermana). Confieso que lloré.
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